domingo, octubre 12, 2014

= 3 vidas =



El soundtrack de tu vida es: Neon - Juegos de amor (Divisiones, 1988)


“How dreadful...to be caught up in a game and have no idea of the rules.”
― Caroline Stevermer, Sorcery & Cecelia: or The Enchanted Chocolate Pot



Ya me mataron.


Ví mi reloj Casio color negro y salí corriendo de los videojuegos que estaban junto a la tortería de Laguna del Carmen.

Eran diez para las 2 PM, me había ido de pinta y tenía que cruzar un parque, entrar otra vez al Colegio 1 de Mayo por un hueco que se había formado a un lado del portón de coches en Laguna de Tamiahua, recoger mi mochila (cuidadosamente oculta en un lugar que descubrí dentro del salón de servicios administrativos), y llegar a la salida para alumnos de secundaria, perderme entre la multitud y alcanzar a mi papá, que iría a buscarme luego de recoger a mi hermano, en la entrada opuesta donde salían los alumnos de primaria.

Era 1991 y estaba en mis años Nell: el único momento en mi vida que no encontré manera de encajar socialmente dentro de las dinámicas sociales y escolares de la escuela en turno.

Los videojuegos fueron en aquel entonces (para mí como para muchos) un santuario, un lugar que recibía a descastados y los convertía en héroes, por el tiempo que dura un crédito o "3 vidas". Irónicamente, también fue para mi un medio para desarrollarme socialmente.

Hoy todo se desdibuja, y yo digo que no hay razón. me explico.



- I -


Había descubierto las "maquinitas" 4 años antes, en una de las primeras salas arcade (entonces llamadas Salas de Chispas) de la colonia Obrero Popular, a 2 cuadras de donde vivía. Las administraba un peluquero que mi papá denominaba como "mayate", dueño de este local y del contiguo, donde tenía una estética unisex.

Los 2 locales cerraron luego de que uno de los vecinos de la colonia, temeroso de que sus hijos "aprendieran malos modos", confrontó y descalabró al dueño con una llave inglesa; el peluquero entró chorreando sangre de la cabeza al salón de maquinitas, tratando de alcanzar a su hermano menor —un ex chofer de la RCA Víctor de Cuihtlahuac, despedido a principios de ese año y que se ayudaba administrando el Salón de Chispas Paco—, el cual sometió al furibundo padre mientras el peluquero intentaba ocultarse detrás la maquinita de Altered Beast.






Mi papá, que en ese entonces era un controlado energúmeno de pocas pulgas, entró al salón pegando un grito, lo que detuvo en seco al padre agresor, al hermano y al peluquero.


Después, fui a localizar un salón de chispas más grande, en una microplaza en la colonia Clavería: un impráctico local muy largo, pero muy angosto, donde sólo podían caber máquinas y los usuarios, que entraban pegados a la pared y hasta el fondo, y daban vuelta a una división de acrílico y acero para acceder a las maquinitas.


En esos años los videojuegos eran una actividad social: aprender estas dinámicas eran esenciales para poder jugar, convivir y no ser molestado, pues los entonces niños jugábamos en espacios relativamente reducidos, con poca ventilación y repletos de ansiosas multitudes que formaban sus fichas en los bordes entre el panel de controles y la pantalla.

Siempre me fue más cómodo ir con el vecino de la vuelta, pues ir con mi hermano implicaba jugar siempre enfrente de él, para cuidarlo y evitar no lo molestaran o lo empujaran.

Contrario a lo que se puede uno imaginar, existía una extraña hermandad entre los videojugadores de las Chispas, y había reglas muy específicas: los mayores protegían a los menores, los peleoneros  y raterillos eran rápidamente ubicados y confrontados, sacados del salón y reportados con el cuidador, que determinaban junto a los jugadores más grandes qué hacer con los transgresores. Uno de los más grandes, un chavo de 14 años llamado Ricardo, eventualmente entró a trabajar por las tardes al salón de chispas, reforzando nuestras reglas no descritas y permitiendo a todos jugar y divertirse.

Para entonces, ya tenía la noción de que nada de lo bueno duraba mucho tiempo. Ricardo entró a un colegio militarizado y dejó de frecuentar el salón de chispas. Un cuate larguirucho y enjuto entró en su lugar, y, haciendo honor al lado inherentemente transa de nuestra sociedad, comenzó a vender protección, a regalar fichas a sus amigotes y a simular fallas eléctricas para vender más fichas. "El amor acaba".

En aquel entonces, mi papá compró en la fayuca una consola Atari, la cual salió defectuosa, y cuyo saldo final (regresada, reclamada, pelea con el que la trajo de fayuca, soponcio) lo dejó medianamente traumado de por vida con los aparatos, miedo que le trasmitió a mi hermano, y que se convertiría durante años en mi suplicio.

La entrada a la secundaria me dejó sólo 2 opciones: ir los viernes a la Plaza Galerías de Melchor Ocampo y Marina Nacional para entrar al Coney Island Games, o al salón de chispas en la colonia  Santa Julia, a un lado del llamado Parque Salesiano.

Conforme mi estancia en la secundaria se fue haciendo más insoportable, me vi fugándome varias veces y a todas horas a las máquinas del otro lado del parque, las cuales siempre estaban vacías a estas horas.

Mi tía - que andaba de mojada en los Estados Unidos- me trajo un Nintendo. Mi padre, que seguía con su trauma, no me dejaba abrir la caja para jugarlo, pues "temía que lo descompusiera". Mi hermano y yo pasamos un verano entero levantándonos a las 3 de la mañana, conectando la consola, jugando sin volumen durante una hora, empaquetando la mentada consola y regresando sigilosamente a la cama.





Eventualmente me cacharon, reprobé materias, y terminé tomando cursos de regularización todo un verano en la calle de Lago Chiem, en la colonia Pensil, en un local repleto de parafernalia arrumbada del PDM el mítico partido del gallito.





Enfrente de este local abría por las tardes una sala de maquinitas. La ironía no se me escapa aún.





Pasé mis exámenes, y como premio auto otorgado, me atreví a conectar la consola en la tarde y jugar hasta el encuere. Mi padre medianamente superó algo de su desconfianza y miedo, pero pasarían muchos años antes de que David Enríquez se relajara en estos menesteres.



- II -





En la preparatoria, el salón de maquinitas se convirtió en el punto focal donde entablé amistades, conviví, aprendí de camaradería, donde me enamoré, donde me desenamoré, donde atestigüé y protagonicé peleas, gesgreñamientos, reconciliaciones, lágrimas, risas; donde formé las amistades más duraderas de mi vida y donde vi al mundo indómito desdoblarse frente a mí en toda suerte de anécdotas que rayaban en lo ridículo, y lo épico.





Luego llegó a mi vida una PC, y descubrí otro universo: internet, y los juegos online.




Estos eran los albores del internet: las primeras comunidades se estaban formando, compartiendo información, tips, trucos, externando la afición por los juegos de muy diferentes maneras.


Un amigo me prestó los discos del primer Doom, y pasé horas destripando demonios virtuales, buscando y probando trucos y códigos secretos, bajando mods y mugre y media, y seguí mi nueva modalidad de videojugador, al tiempo que las computadoras comenzaban a formar un aspecto fundamental en mi vida académica, casi presagiando mi futuro profesional.




Flashback breve: en el verano de mi penitencia pedemista, mi hermano tenía acceso libre a la consola, y le sacaba provecho que daba gusto. 

Ocurrió entonces que la tía Maya (Maya, Maya, Mayagoitia), encontró la Nintendo en modo pausa, mientras mi hermano se encontraba en escala técnica.

Fue una sorpresa llegar del curso y encontrar a la tía Maya experimentando el nivel 5-3 de Super Mario Bros, fue doble sorpresa la cara que puso la tía Maya al verse descubierta, como si hubiese roto algún canon no escrito; fueron sendos gritos y protestas de mi hermano, que reprochaba el perder 3 de sus 5 vidas por la "afrenta" de Maya, la cual, sentida y humillada, arrojó el control al piso y se fue a su cuarto, soltando tremendo portazo.


Mi issues con Maya me inhibieron cualquier labor de consuelo, pero saqué provecho: comencé a rentarle la consola en 200 pesos, y se la conectaba en su cuarto para que no la interrumpieran.



Finalmente, me compré una tele y mi Super Nintendo, y la consola se quedó algunos años con Maya, hasta su muerte.

En aquel entonces, en mi supina inocencia me pregunté: ¿porque no hay chicas que le gustan los videojuegos?


La vida me respondería esta pregunta de muchas maneras.


En la prepa hombres y mujeres íbamos a las maquinitas: los chavos íbamos sobre los juegos de pelea y Beat'em up (hordas de villanos atacando con un jefe al fina de cada nivel), las chicas se iban a los juegos de motos, los shooters, de rompecabezas, y finalmente, al célebre Qix's Gals Panic.







Daba mucha risa y morbo ver a las chicas de nuestro salón armar retas entre ellas tratando de desnudar chavas en la "máquina prohibida", esa que estaba escondida al fondo del establecimiento.

Muchas y muchos rotamos la lista de retas entre risas y gemidos en 8 bits.

Inevitablemente me vuelvo a acordar de la chica dark que jugaba Darkstalkers las chispas de la glorieta de Insurgentes -donde ahora venden ropa para dama a precio competitivo-: ella es por mucho la mejor videojugadora que he conocido : rotaba filas completas de retadores. Se llamaba Sonia.







Siempre he tenido alguna afinidad (no del todo clara) con los marginales, y ella muchas veces confesó sentirse profundamente marginada, aún por aquello que le daba tanta felicidad como el jugar videojuegos. 

Ella fue quien me introdujo al delicado arte de los combos, los movimientos concatenados y el trazo de ataques atascados en secuencia con movimiento especial.

Me la topé por última vez en 2003: entonces me presumió su nena de 2 años, un trabajo de medio tiempo y una consola playstation 2 que acababa de comprar. 




= III =



Mientras crecía, cuando la gente escuchaba la palabra videojugador o "gamer", inmediatamente se imaginaban un grupo compuesto exclusivamente por usuarios masculinos con problemas de interacción social.

La primera década del siglo XXI rompió con este paradigma y se volvió algo más heterogéneo: pronto grupos de todas las edades, sexos y estratos sociales jugaban, comparaban scores, se divertían. 

Las consolas caseras fueron fundamentales para rebasar, a través del entretenimiento, los niveles socioeconómicos y prejuicios y habilitaron una nueva forma de socialización.






Recientemente he leído todo lo acontecido sobre el llamado #gamergate, y en los argumentos centrales de la crítica sobre los perpetradores se pueden leer muchas acusaciones contra "la comunidad gamer".

Lo cierto es que esta no es la primera vez que los videojuegos se enfrentan a "fuertes críticas" de la sociedad: en sus inicios, los videojuegos eran considerados "agentes idiotizantes" de la infancia, que pasaban largas horas enajenados y sacrificaban su formación social y académica.

En los noventa se popularizaron las teorías de que la "ultraviolencia" de los videojuegos podría deformar el "sistema de valores" de la infancia, "desensibilizando" a las futuras generaciones y pronosticando una sociedad decadente de asesinos seriales.

También hemos vistos críticas desde la perspectiva de la alienación: el análisis de los casos de videojugadores que priorizan la vida online a través de avatares, y que incluso la sustituyen completamente  por la vida real, llegando a los extremos de ostracismo, suicidio, o renuncia a una vida adulta (como los Hikikomori de Japón).

Todos estos escenarios, presentados en los medios masivos de información de todas las épocas citadas, son planteados desde el temor de una  posible "normalización" de casos que se exponen.


Y nunca ha ocurrido. 

Analizando a fondo todos los casos citados, podemos darnos cuenta que todos tienen orígenes en factores fuera el ámbito virtual: abandono familiar, problemas económicos, presión social, roles familiares deplorables, traumas, violación, acoso, bullying, etc.

Todas las personas que protagonizan estos "estudios", encontraron un refugio en los videojuegos: un remedio momentáneo a sus problemas en la vida real, a sus horribles circunstancias, a sus traumas.

Desafortunadamente, son los factores de la vida real lo que terminan provocando los daños que ahora cualificamos: no los videojuegos, ni el internet, ni las redes sociales.

Con esto en mente, regresemos al caso del Gamergate: la "comunidad gamer" -a quienes se les atribuyen los ataques a Zoe Quinn - es en realidad un concepto que manejan medios especializados, estrategas mercadólogos y la industria de los videojuegos para referirse a sus clientes cuando hablan de sus productos, pero un videojugador es tan heterodoxo, divergente y diferente como las personas que viven en una colonia, en un edificio, en una ciudad, en un país, en un continente.


Hay familias enteras que juegan videojuegos, hay comunidades que se unen alrededor de los videojuegos, pero centrados en algún factor común que los lleva a socializar -consolas, juego en particular, edad, sexo, grupo escolar, ciudad, frecuencia de juego, estilos de vida alrededor del juego, canal de comunicación, región, etc.-. Estas divisiones y factores son tan vastas como la imaginación humana. 


Nos enfrentamos a un problema cuya raíz está en otro lado.


Los videojuegos usan como esencia algo que siempre ha existido en los juegos tradicionales en sociedad: el juego de rol.

En el juego de rol somos un personaje en un contexto y antecedentes predefinidos o escogidos, y  que enfrenta ciertas variantes, cuenta con ciertos recursos y busca cumplir ciertos objetivos.

Cuando participamos en un juego de rol no somos necesariamente nosotros, sino un héroe de una aventura, el comandante de un ejército, el superviviente de una catástrofe, un miembro de un grupo que se enfrenta a circunstancias específicas, etc.

Los juegos de rol dan la oportunidad de probar escenarios desde una perspectiva completamente ajena a la nuestra, lo cual nos permite desarrollar nuevas habilidades, aprender a trabajar bajo presión, improvisación, colaboración, liderazgo, etc.


 No es poco común descubrir en estos juegos de rol anomalías, patologías, problemas conductuales, traumas, incluso enfermedades psicológicas; por ello, pedagogos y estudiosos del comportamientos de todos los niveles y contextos usan este recurso para ayudar a las personas a lidiar con sus problemas. 


Las redes sociales nos otorgan libertades casi absolutas que apenas estamos aprendiendo a manejar, y los limites que tenemos entendidos sobre privacidad e intimidad, pueden ser fácilmente rebasados, si se tiene el conocimiento necesario.


 Pero reitero: estos eventos no son producto del uso de una herramienta de comunicación, de un programa, de un juego, de una tecnología: debajo de nuestras convenciones sociales, esto es lo que reside en nosotros, y así nos vemos cuando dejamos de lado modales, reglas y cualquier vestigio de control, y mostramos las conductas aprendidas, los prejuicios, los odios, los complejos que existen no sólo como individuos, sino como sociedad.



No queda la menor duda de la violencia de género en los actos que han cometido usuarios y detractores de Zoe Quinn, pero ya no podemos seguir atribuyendo culpas en medios externos: la tecnología es una herramienta, y puede ser un recurso muy valioso para la educación, o un arma de doble filo muy difícil de controlar por quien no sabe moderar sus apetitos, sus pasiones, sus odios.


No son los videojuegos los que causan linchamientos, sino el miedo, la ignorancia y el acomplejamiento sexual que persiste en ciertos hombres, y que no ven otra manera de lidiar con sus problemas de identidad salvo por los medios violentos: descalabrando a aquel que asume su sexualidad libremente.

No son los videojuegos los que "idiotizan" o marginan al videojugador, es la sociedad y muchas veces, los padres de familia: apenas esta generación ha entendido la importancia de que padres e hijos participen de las mismas experiencias en redes sociales, no sólo como una referencia de cultura general, sino porque los mismos vicios y virtudes que existen en esta sociedad se reflejan en las redes sociales, y es indispensable que los padres se eduquen, y eduquen a sus hijos tanto en la vida en sociedad como en las redes sociales. 

La mejor manera de educar a un troll es sofocarlo en la vida real y darle absoluta libertad en la red. Así las cosas.

En consecuencia, los videojuegos no son sólo cosa de niños: todos tenemos el derecho a la diversión, no existe ningún mérito en burlarse o en marginar a los adultos mayores por experimentar otro modo de entretenimiento. El respeto y la tolerancia siempre debe ir en dos sentidos.

No son los videojuegos los que marginaron a Sonia: fueron los prejuicios sociales, el sexismo y el clasismo. Es por gente como Sonia (que nunca le tuvo miedo a decir lo que pensaba) y la propia Zoe Quinn, que esta sociedad puede presumir ahora de una nueva conciencia, y de nuevos valores.

No son los videojugadores los que acosaron a Zoe Quinn: fue gente miserable y enferma, poco profesional y envidiosa de su éxito por el juego Depression Game que ella desarrolló, y en consecuencia cometieron un crimen, y que en mi opinión, Zoe debe demandar a quien resulte responsable de difundir sus datos personales. 

No fue una exposición a las prácticas profesionales de Zoe Quinn, fue acoso y ciberviolación de índole sexual y de su privacidad, y debe contemplarse no sólo como un "computer crime", sino con consecuencias penales similares a la violación sexual.

De la misma forma que el abuso de prácticas de programación o hacking se encuentra penado en EU para los ingresos ilícitos en corporaciones e instituciones bancarias y públicas, es necesario regular al respecto de las incursiones en las vidas privadas de los usuarios, no desde la iniciativa política, sino desde el análisis y deliberación de la sociedad, que ha normalizado durante años el abuso a las mujeres, y que normaliza conductas que se siguen reflejando en todos los ámbitos. 

Aclaro que no se trata de superditar a prohibiciones de estado, finalmente esto es algo que la misma sociedad es capaz de regular: si queremos que sea mejor el internet, las redes sociales, las comunidades virtuales y todos los ámbitos que como sociedad sigamos creando para interactuar, necesitamos sanear de fondo nuestros vicios y pecados, para no seguir dispersándolos a donde quiera que el futuro nos lleve.

Después de todo, los videojuegos siempre serán el mejor lugar para dirimir toda clase de problemas, pues allí tenemos de 3 vidas en adelante para echar a perder y aprender. 


Aquí, sólo tenemos una.


Tengo 36 años, soy un videojugador en funciones y mientras viva seguiré jugando, y aprendiendo.



Tan-tán.



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 Atte. 


 El Hijo de Nadie