He llegado a la conclusión de que el metro es como una mujer: cuando crees que ya entendiste por donde, eso ni era.
Esta semana he tenido 2 encuentros desencontrables con el Sistema de Transporte Metropolitano: el primero consistió en una repetición instantánea, o lo que es lo mismo, volví a quedarme atorado entre estaciones en un vagón bien enlatado.
La histeria no fue protagonista en esta ocasión, pues una señora que me enterraba sus coditos en mi amado lumbago, me enteró de la posibilidad de que los retrasos en las líneas 2 y 3 del metro tenían algo que ver con SuperAMLO, nuestra sonada salvación que lucha con tesón contra las diabólicas garras del Club de los Desaforadores Siniestros. Normalmente omito la política en tus páginas, querido diario, pero en esta ocasión AMLO me pudo, aún cuando la teoría no me conste: alguien tiene que tener la culpa.
Y es que, por más fogueado que uno se sienta en las conglomeraciones, éstas cobran vida y te siguen sorprendiendo: había oido del sudor colectivo, de la marcha colectiva, del pensamiento colectivo, de la hueva colectiva, del escarnio colectivo... pero jamás pude adivinar que sería testigo de un pedo colectivo, estratégicamente ejecutado en puntos claves, para odorizar correctamente el vagón, diseñado exclusivamente para asentar el denso hábitat de desesperación, impotencia y arrejuntes involuntarios a la mas fea.
Y el segundo, acontecido otro día; pensaba yo que mi karma se decidia a compensarme y me dejaba viajar con comodidad en la nueva camada de vagones. Bien pude pasar de un extremo al otro del tren mientras hacía mi travesía, pero fue de mi elección colgarme de los tubos horizontales en forma de reja de la entrada, me sentí como chimpancé en su árbol.
Y estaba tan a gusto, que me pasé 2 líneas. ¿Es que en estas cosas, nunca puedo ganar?
Bien dicen por ahí: la felicidad no es completa.
Mientras, conmino a los lectores de este blog a divertirse con el bonito proyecto de entretenimiento infantil del STM, aqui.
Finé.
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Atte.
El Hijo de Nadie
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