jueves, febrero 06, 2014

= El miedo a las palabras=

El soundtrack de tu vida es: James - Say Something


"No me hables de esa".



Platicar es un hábito que todos ejercemos, del que poco hacemos introspección -más mucha crítica ajena- y que, conforme pasan los años, nos acerca o aleja del conocimiento, nos abre y nos cierra puertas, nos entretiene y nos horroriza. Pero sobre todo, nos permite entrar en contacto íntimo e inmediato con nuestros semejantes desde el principio de nuestras vidas y por lo que nos resta de existencia.



La forma oral es la primera vía de comunicación que aprendemos; no es de extrañarse que, en buena medida, el bagaje cultural que adquirimos a través de las palabras habladas, sea cierto sea falso, sea asumido empíricamente o posteriormente comprobado y documentado, suele generar una importancia mayor que la palabra escrita, que generalmente es mucho más rica en contenido y que abunda en formas como el contexto y el sentido.



La historia, la fe y la naturaleza de las cosas originalmente se aprendían de boca en boca: la tradición oral fue la fuente del conocimiento antes de la invención de la escritura, y prosiguió por miles de años como medio de aprendizaje para el que no tenía acceso a la palabra escrita.

 Una parte fundamental de los mecanismos de interacción social se logran a través de la plática: intercambiamos información, ideas, sentimientos; las palabras pueden sumar, excluir, redimir o condenar. Un sentimiento escrito hace suspirar, pero cuando se trasmite a través de las palabras desata pasiones o destruye como el daño físico no puede.


Cuántas cosas nuevas encontramos por recomendación de otros,  cuántas evitamos, cuántos lugares hemos visitado, sabores que hemos probado, remedios deificado, lecturas, música y vídeos hemos hallado y experimentado por la recomendación de boca en boca.



Dice mucho de nosotros los temas y las formas que usamos: los usos y costumbres intervienen en la manera en como platicamos, pues la mayor parte de los juicios que emitimos sobre una persona tienen todo que ver con lo que sale de su boca.



También somos con quiénes platicamos, aunque dicha importancia normalmente suela ser algo valorado desde fuera, por propios y extraños.



Escribir y leer es luego, un juego de destrezas con una complejidad mayor, pues los placeres que prodiga sólo se hacen evidentes una vez que se adquiere como hábito. Quien no posee dicho hábito, suele padecerlo como penitencia,  y se vuelve afecto a mal interpretar lo que la palabra escrita contiene.



En cambio, la palabra hablada siempre es fácil y seductora, de principio a fin.




-1-



Las pláticas con mi papá siempre fueron del tipo aleccionador: el tono conducente sobre mi vida y mis acciones eran el tema y la tónica.



Conforme pasaron los años, entendí que había aspectos de mí que mi papá nomás no entendía, y esto generó un desencuentro con el paso de los años. A pesar de todo, la opinión de mi papá siempre pesó, me gustara o no, en muchas de mis decisiones.



Eventualmente ambos desechamos las expectativas que teníamos uno del otro, y poco a poco aprendimos a platicar con cierta soltura.



Recuerdo haber platicado mucho con él durante las elecciones de 2006, y lo que más me sorprendió fue el respeto a mis posturas, que eran totalmente contrarias a las suyas.



La palabra escrita era un punto de encuentro más natural, menos ríspido entre él y yo: la modesta biblioteca que formó en casa me abrió las puertas a la lectura. Recuerdo pasar horas tirado sobre el piso hojeando la colección llamada el Tesoro de la Juventud.



La libertad que me otorgó en los libros era extraña, si la comparaba con la otorgaba como hijo, o como excipiente informático que no podía dejar de desarmar juguetes y electrodomésticos.



Analizando a mi papá como lector, me atrevo a elaborar que su motor para la lectura era el morbo, las palabras preconcebidas y las lecturas un marco referencial simple y perfectamente delimitado eran su campo. Hubo muchos libros en su biblioteca que permanecieron nuevos, con el celofán puesto, y que mis amigos y yo llegamos a retirar para leer. Otros, eran meras referencias.



En la palabra hablada, era otro tema: hábil para el discurso solemnista y grandilocuente, la palabra pseudo protocolaria y las formas oficiales de oficio gubernamental, pasaba horas declamando en secreto los discursos que escribía para él y para otros.



Propios y extraños nos admirábamos de la labia que poseía.



A pesar de todo, tenía sus limitaciones: era un mentiroso compulsivo, y su pecado era ahondar en esquemas demasiado complicados.



Eso, y su paranoia, finalmente fueron su perdición.



En el caso de su seguro servidor, siempre he sido Homo Videns por naturaleza: la imagen me resulta mucho más atractiva que la palabra, y en los primeros años la palabra escrita era algo que requería repetición, o un poderoso interés circunstancial.



Después, en los libros de mi casa encontré un espacio para pasar las largas horas de seclusión que se me impuso durante los primeros años en la Obrero Popular.



Pero el peculiar modus vivendi de mi familia es tema de otro post.



 No es de extrañarse que, en esta supuesta dicotomía entre imagen y letra me haya entregado en la ingesta compulsiva de la palabra escrita en su forma más burda y maravillosa: el cómic.

A pesar de ser un "consumidor de cuentitos", he encontrado nichos y lugares de encuentro en la palabra escrita, que de una u otra manera me ha llevado, siempre experimentando, al blog y a la escritura.
Desde pequeño  fui propenso a la barbaridad hablada: tengo pocos filtros para decir lo que pienso, y me confiesa Lucyfer que había gente que me traía miedo, pues no medía mis palabras e inocentemente exponía a los adultos mentirosos que mi familia frecuentaba.


Lucyfer también me cuenta que, de pequeño me robé el lugar de un niño en un evento escolar y dije tal cantidad de tonterías, que la amable audiencia no paró de reír mientras estuve en la tarima, y que la escuela nunca me permitió jamás hablar en público mientras fui alumno.



De alguna manera mi papá me inculcó el pudor al hablar en público, y mi conducta cambió diametralmente.



De adolescente, el ejercicio de la palabra hablada se volvió algo ominoso para mí: en grupo siempre encontré la manera de entonar, pero en la soledad del podio y al dirigirme a los demás con las palabras siempre me llegué a sentir como sí cumpliera una penitencia, un atropello a mi estilo de vida, una tortura.



Cuando mi papá quiso después inculcarme algo de su pasión discursiva, debe haberse arrepentido de mi nuevo pánico escénico.



De adulto he encontrado la manera de sopesar las antípodas históricas de mi vida hablada, y funciono medianamente en público, aunque lo mío, declamando, es el estilo "la palabra canta".





-2-



En general, tenemos miedo a las palabras. No a las propias, ciertamente tampoco a las que se acercan a los paradigmas socio-culturales que traemos a cuestas, o aquellas que apelan a nuestros marcos referenciales.



Por naturaleza tememos a lo desconocido, y en el campo de las palabras, odiamos lo que atenta contra nuestras creencias y posturas.



Desconocer el significado de las palabras difícilmente nos limita al hablar o al escribir, pero pensar en la ausencia de palabras en el ansiado momento de abrir la boca, tomar la pluma o el teclado, nos paraliza y nos quita el sueño.



Hacer uso correcto de las palabras suele ser algo más que un problema académico o de formación: las palabras y el idioma no son una constante: el lenguaje que usamos es imperfecto, mutante; así como adoptamos palabras de otros idiomas, el significado y la conjugación pueden alterarse por el uso y la costumbre de los que lo hablan.



Algunos viven atemorizados por el derrumbe de la cultura cuando alguien comete un error ortográfico, pronuncia mal las palabras, y hacen de la errata el pecado capital de moda; nunca falta  quien ejerza el papel de inquisidor gramatical preocupado por las comas, inclementes con el estilo, infartados con el "ola ke ase".



Tuve el placer de conocer a un corrector de estilo llamado Emmanuel Noyola, el cual convertía la labor de corrección en un arte; genuino estudioso de la lengua española, hacía de su trabajo una experiencia académica; él es docto conocedor de pasajes sobre la evolución de las palabras, su semántica y el porqué del uso y deshuso de las palabras, breve y sucintamente explicaba el estilo de las palabras a quién se acercaba a preguntar.



Para él, la clave de la corrección era facilitar la comprensión de la lectura de un texto, y prodigaba su nobleza inherente a su labor profesional.



El amor a las palabras es su estilo de vida.



Pero estamos hablando del miedo.

El miedo lleva a la negación, nos hace brutos, ciegos y sordomudos frente al prospecto de las soluciones, y nos mantiene cautivos con una secuencia de obstáculos y barreras, las cuales tomamos y amasamos para darle uniformidad, y luego pretendemos hacerlas pasar por idiosincracia, por valores nacionales, por tradición socio-cultural, y hasta por jurisprudencia.



Es cuando confesamos, que nos llega un breve alivio, el cual tratamos de convertir en excusa y finiquito: "Es que no tengo palabras".




El medio que la palabra hablada o escrita que nos gusta, pero nos asusta, es cuando hemos de verter una opinión.



Esta sociedad es ávida para opinar, pero no necesariamente aportando o analizando, sino desde recursos cómodos (más bien muletillas) que nos evitan la confrontación y nos resuelve la fatiga de elaborar.



Por un lado es común el rodeo: esa circunvención muy socorrida que requiere esperar a la primera opinión medianamente informada, para hablar coincidiendo y girar alrededor de la idea citada, adornándola con generalidades y cantinfleos.



Por el otro, el favorito de los egos: la opinión radical. La figura de autoridad (normalmente "el gobierno" o "el sistema") tiene la culpa de todo, y si no le mientas la madre a la autoridad, eres igual o peor de corrupto/inepto.



Estas visiones de la opinión pública mantienen la imagen de una sociedad informada y participativa, una mera simulación en el intercambio de opiniones, donde nace el último de los recursos: la descalificación. "No es que no tenga un argumento, es que tú eres el problema". Este acto de negación es el favorito de los políticos, de los radicales cachados en la movida y de uno que otro necio casual.



Se vive con el miedo secreto de que algún día alguien destape el montaje, la apariencia quede dañada más allá de cualquier simulación,  y todos nos veamos en la incómoda situación de ponernos a lidiar con la palabra discapacitada que hemos formado con los años.




El idioma es probablemente la única barrera natural creíble, pues representa un nuevo universo de palabras y cuyo dominio o desconocimiento suele segmentarnos laboral y socialmente (porque a la sociedad mexicana le encanta diferenciar).



Aprender a platicar en otro idioma es un nuevo mundo, en el cual podremos exhibir nuestros recursos o nuestras carencias en el uso de la palabra.



Conquistar un idioma es conquistarse a si mismo. O algo por el estilo.






-3-

Del miedo al uso de las palabras, pasamos al abuso. El temor se convierte en odio, y el odio genera violencia, dicen que dicen los Jedis.


La sociedad mexicana tiene íntimamente vinculada la respuesta intestinal con la confrontación de palabras, donde la regla es irse de cabeza -y de boca- y el diálogo como excepción.



El abuso suele comenzar por la opinión, normalmente cuando no es solicitada, comúnmente cuando no está sustentada, frecuentemente cuando se opina por convivir.



La opinión pública vive un idilio con la apariencia: nunca vemos más allá de la cúpula del "qué dirán", y concedemos la razón al que muestra más seguridad y ostenta el carácter fuerte; rara vez pasamos po algún filtro de comprobación lo que así nos llega, y la sospecha se convierte en intriga.



Por un lado, los mexicanos somos virtualmente incapaces de guardar la calma, una vez que se nos colma el plato, o cuando el morbo centellea ante la oportunidad de la opinión polémica.


Y el futuro está en Twitter, donde todos tenemos algo que opinar.


La capacidad para argumentar y tener la razón no son moneda de cambio en las redes sociales: siempre son las opiniones menos sustanciales las que se disparan al estrellato de las nubes en 140 caracteres.



Finalmente terminamos en la violencia verbal. Las palabras altisonantes o groserías son el recóndito abuso de la palabra escrita y hablada. En algunos casos, son los pobres recursos de quien no sabe defenderse con palabras, y se convierte en la antesala de los golpes, las patadas, las bravatas y otras majaderías que salen al calor de la frustración ventilada.



La mala educación comienza con la exposición a temprana edad de estos recursos: un infante al que se le cría con groserías, no puede tener otro modo de respuesta cuando se convierte en adulto. La gente lépera comienza desde pequeña, y sin proponérselo, se hacina y se predispone hacia inframundos de los cuales siempre habrá oportunidad de lamentarse.

Por otro lado, la agresividad y el odio que puede trasmitir la palabra escrita y hablada no tiene límites: las peores cosas por escuchar no necesariamente vienen con groserías.

Cuando sale lo peor de la humanidad por la boca, o cuando a la aberración se le ponen palabras escritas, es momento de poner un punto final, y pasar la página, pues en este estrato las palabras se vuelven infecciosas: contaminan y envilecen como las acciones no pueden.



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Vivimos y morimos por una frase, y la única oportunidad de vencer el miedo a las palabras, es acaparándolas y trasmitiendo lo mejor de nuestros hallazgos, esperando nos correspondan con la misma moneda.



Aserrín, aserrán...

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 Atte. 

 El Hijo de Nadie

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